Hace quince años, una operación de ambas rodillas, realizada en país extranjero donde residía, no marchó bien. Llegó un momento en que las piernas dejaron de responder a los impulsos nerviosos y estos nervios solo transmitían dolor, el dolor más fuerte que puede sufrir una persona. Recuerdo que me pusieron compañía (o más bien vigilancia) las veinticuatro horas, pues es frecuente que pacientes que sufren de ese síndrome intenten quitarse la vida ante la intensidad del dolor. Los músculos en desuso se consumían lentamente. El diagnóstico del momento: “No caminarás más”. Dentro de mí tenía la certeza de volver a caminar e incluso abrigué una meta, que a todas luces podía parecer ilusa en esas circunstancias. No quise ver más a esos médicos.
Logré que me dieran de alta del hospital agravado por una severa pulmonía, probablemente contagiado en la segunda visita al quirófano. Un médico amigo me contactó con un colega suyo, experto en rehabilitación de poliomielitis, él mismo sobreviviente de esa terrible enfermedad. Empezamos la rehabilitación compuesta de estimulación eléctrica y ejercicios que solo ocurrían en mi mente, pues no se traducían en movimiento alguno. Todavía recuerdo, tras horas y días de disciplina y dolor sin fruto aparente, cuando el cuadriceps izquierdo registró un pequeño movimiento. La emoción fue mayor cuando el médico me indicó que era el principio del fin de la invalidez.
Las horas se convirtieron en semanas y los meses en años. Continuaba una rehabilitación de altibajos, no sin recaídas, e incluso con una recomendación de trasplante de rodillas hace tan solo cuatro años de parte de una afamada ortopedista. Hasta que, de vuelta en Costa Rica, me recomendaron a la fisioterapeuta doña Berta Álvarez, con quien, desde hace tan solo unos meses iniciamos una nueva rehabilitación de resultados, que hasta a mí, dentro de mi optimismo imbatible, me sorprendieron por su eficacia.
Quince años después, había llegado el momento de desempolvar la meta. Recuerdo cómo si fuese ese día, cuando la primera vez que logré caminar el largo del apartamento donde vivía, semanas después de la última operación, exclamé: ¡cumbre! El resto de ese día lo pasé recuperándome del dolor y la inflamación de rodillas. Cada nuevo adelanto en la condición de mis piernas lo celebraba con un nuevo ¡cumbre!, como recordación de mi meta.
El sábado 27 de octubre de 2007 se materializó mi meta. Coroné la cumbre del Chirripó y a los 3.820 metros de altura, con el poco aire que quedaba en mis pulmones, grité ¡cumbre! El sueño de quince años cumplido. Llegué de la mano del mismo ángel que me acompañó en las horas de martirio y los años de rehabilitación, durante los cuales nuestros hijos crecieron e incluso, llegó uno más.
La belleza sobrecogedora del paisaje, con su fuerza trascendente, se introdujo en mi corazón desbordado, en un silencio donde ni la poesía llega. Cumbre espiritual.